Había cumplido doce años cuando mis padres me trasladaron del Colegio de La Ribera al de San Jerónimo. Durante dos cursos académicos frecuenté las aulas del Colegio regentado por la Compañía de Jesús, y cuya dirección estaba en manos del P. Rodrigo Molina.
Mis recuerdos del “P. Molina”, como le llamábamos, provenían de su presencia puntual cada semana por las aulas, de la Eucaristía que cada sábado se celebraba en el Templo de San Jerónimo, bajo la advocación de la Virgen del Recuerdo, y de aquellos gestos que tenía para los niños más desfavorecidos económicamente.
El P. Molina, para nosotros, niños, era una persona que siempre era bienvenido. Era nuestro Padre. Deseábamos que cada semana viniese a nuestra aula. Solo su presencia, el verle y escucharle, era como llenar nuestra mochila de ilusión y de optimismo. Era un líder nato. Era un extraordinario pedagogo. Cómo nos gustaba estar sentados en nuestros pupitres y oír esa palabra siempre oportuna y que era un antídoto para nuestros males de preadolescencia. Aún resuenan sus palabras vibrantes y cálidas a la vez, sobre el cariño que nos tenía la Virgen del Recuerdo, la gracia del perdón en el Sacramento de la penitencia, el rezo del Rosario (piropos a nuestra Madre), el interés y entusiasmo despertado en acudir a la Misa del sábado para honrar a Jesucristo y a su Madre del Recuerdo. Tampoco eran menos atendidas cuando nos hablaba de la gracia y de la responsabilidad, de la constancia, de hacer bien las cosas, del mérito de las buenas obras, de ser ejemplo para con los demás. Sobre todo, destacaría, en aquellos años de niñez, esos empujones que nos daba con esa llamada a la superación, a la constancia, mañana un poquito más. Hay que estar siempre ascendiendo. Cada noche, antes de acostarnos, de rodillas al pie de la cama, haced, nos decía, el examen de conciencia.
Habría que empeñarnos en ser buenos discípulos, excelentes apóstoles, pequeños gigantes del amor a la Madre del Recuerdo.
Cuando, a la hora de los recreos, transitaba por los patios, su sotana era como un talismán que todos queríamos tocar. Su porte de sencillez, de sonrisa leve y de autoridad humana y religiosa suscitaba en nosotros, niños, ese sentimiento, no muchas veces confesado por todos: “Cuando sea mayor, yo seré como el P. Molina”.
No recuerdo menos, que en aquellos años de no muy buena bonanza en los pueblos de Murcia, el P. Molina siempre estaba ahí: dando el vaso el leche por la mañana, antes de entrar en el Colegio, o ese bocadillo a la hora de la comida o un plato de “guiso murciano” o “perdonando” a los padres el recibo de la mensualidad de su hijo.
Después de muchos años de haber conocido y convivido con el P. Molina todavía sigue viviendo en mí. Solo Dios lo sabe, mi vocación se dirigió hacia la Orden franciscana, mas después, todos mis estudios y especialización los he realizado con la Compañía de Jesús. Ser jesuita y ser franciscano es una “gracia” que Dios me concedió.
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