D. Fernando Muñoz Betancur, empresario

Al día siguiente del retiro, Antonio Rodríguez me pidió el favor de que los acompañara a ver una casa en las afueras de Bogotá, que había sido ofrecida como posible donación a su Obra misionera.  Cuál no sería mi sorpresa al ver la vitalidad del P. Molina subiendo y bajando escaleras, su claridad mental era impresionante, todo le cabía en su mente, algo de arquitecto debía tener, sin tener nada seguro sobre la donación del inmueble, él ya había dispuesto dónde iba cada cosa, el Sagrario, los dormitorios de las Hermanas, decía qué paredes se debían pintar diferente.  Luego salió al exterior y caminó por los jardines como un muchacho cualquiera.

Esa misma tarde me atendió en dirección espiritual. La Hna. Sara me había dicho: “No toque la puerta, simplemente entre, que él lo está esperando”. Cuando abrí la puerta, estaba frente al crucifico de su oficina, en ese momento pasaba una de las cuentas de su Rosario, que sostenía en su mano derecha, sus ojos “clavados” en el crucifijo, no perdía un solo segundo, alcanzó tal vez a rezar un Avemaría mientras la Hna. Sara salió de su oficina y yo entré, pero sin embargo alcanzó a concentrarse, se elevó al crucifijo en esos escasos segundos.

Me recibió diciéndome: “Pase, pase, hijito”. Esa bondad que siempre lo caracterizó lo hacía sentir a uno como un ser único en el planeta, estar con él a solas era como saborear un cachito de cielo, porque le hacía a uno entender que Dios había invertido tiempo para “fabricarlo a uno”, y que por tanto uno debía retribuirle en algo.

Luego me dijo: “Yo no entiendo a los hombres, yo no te entiendo, hijito, si sabes que Dios es lo más importante en tu vida, si entiendes que es primero Él y luego lo demás, ¿por qué no te entregas a la Obra de Él? ¿A qué estas esperando? ¿Tienes acaso larga vida asegurada para definir cuándo hacerlo? Entrégate YA a las misiones”. Su capacidad para hacer eclosionar vocaciones era admirable, te abría los ojos, los oídos y la mente.

En otra oportunidad nos acompañó a una reunión en el Hotel La Fontana, dicha reunión se retrasó unos minutos y el P. Molina se perdió. Me mandaron a buscarle y lo encontré en un patio oscuro, en un rincón divisé su figura, como es obvio, no aguantó perder tanto tiempo en el mundo, y se retiró al silencio a orar. La reunión no fue propiamente un éxito, la asistencia fue baja, no hubo muchas donaciones, y nuestra organización no fue digna de la altura del P. Molina, pero él en su infinita bondad nos felicitó por el evento.

Seguí muy unido espiritualmente al P. Molina y oraba por él. Después de su muerte, tuve un sueño que me hizo despertar abruptamente. Estábamos en una Santa Misa celebrada por el P. Molina, al terminar bajó las escaleras, se acercó, me miró a los ojos, me señaló con su dedo índice y me dijo: “Necesito hablar con usted”, y se marchó. Aún sigo esperando la segunda parte del sueño. ¡Cuánto daría por volver a hablar con el P. Molina!

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