Dios te ha elegido al sacerdocio

«Dios te ha elegido al sacerdocio. Dios ha tomado posesión de ti con nueva y sobrenatural presencia. Dios se ha arraigado y enraizado en ti. 

Tú debes responder a esa elección-oferta de Dios aceptando, consagrándote a Él. La consagración lleva consigo renuncia y dedicación. Renuncia a uno mismo y dedicación a Dios. Renuncio a mi autonomía y suficiencia, y me dedico a vivir a merced de Dios, al servicio de Dios, a vivir el querer de Dios.

¡No pierdas tu capacidad de admiración por Dios! Ella sostendrá el vigor de tu consagración sacerdotal. No envejezca tu amistad con Dios. Teme el “pasar” de esa mentalidad de apertura a Dios, tan llena de promesas, a una mentalidad de repliegue hacia y sobre ti mismo, tan llena de desgracias y fracasos. No desandes, anda siempre. 

Seamos de los que luchan con Dios y con los hombres. Hay que luchar con Dios y con los hombres, como Jacob. Con Dios, para hacer propicio su rostro mediante el sacerdocio victimal, a imitación de Cristo. ¡Cómo luchó Cristo con Dios para que no abandonase al hombre! Y con los hombres, para eso las obras apostólicas, para volverlos a Dios mediante la caridad y la predicación. 

Aquí tienes, querido sacerdote, cuáles son tus dos obligaciones: luchar con Dios y con los hombres. Con Dios, siendo víctima hasta arrancarle el perdón, como Jesús se lo arrancó. Y con los hombres para hacer obras de caridad y predicar. 

No olvides que, por ser llamado a seguir a Jesús, la bendición de Dios pesa sobre ti. Y he escogido esta palabra “pesa” porque es la mejor, indica la responsabilidad. La bendición pesa sobre ti. Advierte que la bendición de Dios es dura de llevar, eso te dice el Crucificado del Gólgota. Dios quiere bendecir, pero necesita la víctima. No creas que vas a hacer bien al prójimo de otra manera. Pero también es portadora del triunfo, el auténtico: mira la Resurrección».  (P. Molina)

Eucaristía, alianza del amor

«La Eucaristía es claro exponente de la solicitud de Dios por mí, de que ha puesto sus ojos en mí y me ha elegido, de que se entrega sin reservas a mi servicio. La Eucaristía es la cristalización del amor comprometido de Dios para conmigo. La Eucaristía es estrechísimo compromiso de Dios conmigo mutuo, tangible, irrompible.

La Eucaristía es alianza de amor, compromiso unilateral de amor de Dios. Por eso la más leve infidelidad hiere al Dios eucarístico. La Eucaristía es expresión de la enorme inclinación de Dios hacia mí. 

La Eucaristía ha sido hecha para mantener Dios conmigo una seria y verdadera intimidad, comunicación total. La Eucaristía es expresión de la enorme confianza que Dios tiene en mí y de la seguridad absoluta que yo ya puedo tener en Él.

La Eucaristía es garantía de que el pueblo de Dios tiene consigo guía constante en todas las situaciones de su historia por accidentada y desastrosa que ésta sea. Jesús Eucarístico es Dios saliendo a mi encuentro en toda situación.

La Eucaristía es vigilancia del amor divino para convertir todo cuanto me ocurra en bien, para impedir que nada de lo adverso que me ocurra pueda hacerme mal, para subordinar todo el mal al bien. Jesús Eucarístico es Dios montando guarda perenne a la puerta de la casa del hombre.

La Eucaristía es Dios cercano, lo infinito encerrado en lo finito, lo santo puesto en lo pecador. Jesús Eucarístico es Dios adaptado a mi debilidad para facilitarme mi acceso a Él. La Eucaristía es Dios diciéndome y pidiéndome a gritos que no espera de mí otra respuesta que la de un amor confiado sin límites en Él. Jesús Eucarístico es proclama transparente de que la voluntad divina de amarme está por encima de todo.

La Eucaristía es el “los amaré sin que se lo merezcan” del profeta Oseas. La Eucaristía es corona del amor de Dios, el último acto de su amor creador que supera toda imaginación humana.

En la Eucaristía Dios me espera para sacarme de mi miseria, de mi esclavitud, de mi deshonra, de mi oprobio, de mi quiebra, de mi infelicidad, de mi enfermedad, de mi dolor, de mi muerte.En la Eucaristía Dios me espera para colmarme de felicidad superabundante, de gozo profundo, para convertirme en hombre cuya vida se pase haciendo el bien. 

Ante el enorme don de la Eucaristía solo cabe una respuesta: la conversión. Jesús Eucarístico es entrega espontánea generosa, gratuita, fiel, leal, continua, irreversible, para siempre. En la Eucaristía, Jesús me está pidiendo la respuesta de una entrega similar a Él».  (P. Molina)

Sagrado Corazón de Jesús-Cristo Crucificado

 «El Costado de Cristo, atravesado por la lanzada del soldado, —del cual sale sangre, que expía, y agua, que es portadora de la vida— simboliza toda la divinidad al alcance del hombre… ¡Qué maravilla! ¡Amemos la Cruz! 

El acontecimiento de la lanzada, que abre el costado y atraviesa el corazón de Cristo, es síntesis perfecta de la Pasión, como la Pasión es síntesis perfecta de toda la vida de Cristo. La Pasión nada más que es para abrir el cielo, que estaba cerrado, abierto ese Hombre. Por la Pasión queda perdonado el pecado y Dios queda abierto. Por eso, después de la Pasión, viene la apertura de Dios: el Pecho abierto.

Dios se me comunica íntegramente como la lanza entró hasta lo más íntimo del cuerpo que es el corazón. ¿Ven? Es lo profetizado por Zacarías: “Yo voy a derramar sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración y ellos podrán volver sus ojos hacia Aquél que traspasaron y ellos, mirándolo, se lamentarán con la lamentación tal cual se hace sobre un hijo único. Llorarán amargamente el pecado como se llora un primogénito”… Y sigue: “En ese día brotará una fuente, —el Costado abierto—  que borrará su pecado y su impureza”. (Zacarías 12, 10; 13, 1).

“Sino que uno de los soldados —parece una ocurrencia— atravesó con una lanza su costado”… No es una ocurrencia, todo está medido por Jesús. El grito último de Jesús desde su trono de la Cruz: “Todo está cumplido”. Es el grito de la victoria total de Nuestro Rey Mesiánico sobre su trono mediante su obediencia absoluta al Padre

Mira, vamos a mirar ese Costado abierto. Cristo quiere revelarse en la Historia humana bajo el aspecto repelente de un ajusticiado, horriblemente castigado, con el castigo terrible y difamante de un esclavo criminal, abandonado, vilipendiado, insultado, azotado con tetrérrimo y horripilante flagelo, desfigurado, abofeteado, golpeado, coronado con crudelísimas espinas, para expirar sediento, agónico, lívido en el espantoso, duro y rudo patíbulo de la infamante Cruz. Abandonado al dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, inmerso en el dolor fruto de la maldad que Él no hizo, pero que libremente soportó para librarme a mí de las horrendas y destructoras garras del pecado. Esto acabó en merecerte la apertura del cielo, que es el Costado abierto. El cielo está abierto, todos tus pecados han sido pecados con ese horripilante flagelo, con ese abofeteamiento… Es nuestro gran bienhechor.

El modernismo no quiere ni ver ese figura del Crucificado del Gólgota. Quiere dejar a la Cruz en la lejanía más lejana, la de las sombras del olvido peor, el del ciego, sordo y mudo voluntariamente… Pero nosotros no así, miremos esa Cruz, ese Rey, ese Maestro, ese Amor, ese Corazón…

Miremos el Crucificado, es toda la belleza redentora puesta para ser vista, es la sublime belleza expiatoria exhibida en algo patíbulo, en alto cerro para ser vista y aceptada… ¡Acéptala! Es la oferta salvadora de Dios, es la paz a la tierra dada por Dios desde el cielo. No hay otro nombre en la tierra en el cual convenga que seamos salvados, ese nombre es la Cruz. No hay más salvador que ese hombre desfigurado, por atormentado, que cuelga de la Cruz. Ese es nuestro Rey, nuestro Patrono… Rey, para ser sacerdote víctima, sacerdote oferente y víctima ofrecida. Para vencer la crisis de mundanismo, de hedonismo en el que hoy naufragan todas las virtudes cristinas y, con ellas, nosotros. No existe otra salvación, otra arca de Noé que mirar y aceptar al Crucificado del Gólgota. 

Hoy suena mucho el hombre, poco o nada Dios. Hoy se borra del Evangelio la página sangrienta y trágica de la Cruz y se recogen y se resaltan solo las páginas del Evangelio para interpretarlas de tal modo que hagan la vida fácil, placentera, rica, lírica… ¡Qué terrible!... Hoy se pretende curar las llagas profundad y mortales de la humanidad desde abajo, ¡qué fracaso!, desde el abajo del hombre con solo el esfuerzo del hombre. Hoy se rechaza obstinadamente la cura desde arriba, desde el enviado por el Padre para curar: Cristo, el Crucificado del Gólgota…

Contempla la carne del Hijo de Dios, que acaba la carrera de su vida en el abandono cerrado de sus criaturas —todos sus apóstoles huyeron, menos uno—, abandonado de Dios, su Padre, a causa mía y tuya: “¿Por qué me has abandonado?”… ¡Qué grito! Y aquello, qué tremendo: “Yo soy el oprobio de los hombres, toros bravos que abren contra mí sus fauces como león rugiente y mi corazón, es decir todo mi ser, se me derrite como cera en mis entrañas por la cólera de mi Padre”... A causa tuya, a causa mía. Oh, Cristo mío, quiero ser bueno, te lo prometo… Aunque no sientas nada, te seguiré y punto. 

Vamos a trasladarnos al huerto de Getsemaní. Ponte en un rincón, imagínate que estás allí. Y desde ese rincón contempla al orante, contempla al sufriente por ti, porque te quiere. Contempla la escena divinamente trágica de la noche de Getsemaní, contempla cuánto le cuestas a Dios, contempla de cuánto peso sea la gravedad del pecado, que comentes como se bebe un vaso de agua.

Llegada la noche, Jesucristo, el Señor de potente señorío, el Rey, el Varón de irradiante plenitud, se adentra en la arboleda de los olivos de Getsemaní y cae herido de un rayo… Cae, ¿y yo no lo ayudo? Espantosamente abatido, solo, postrado, las rodillas hincadas, la frente pegada a la tierra. Ora, grita, tristeza mortal lo domina hasta decir a sus apóstoles: “Triste está mi vida hasta morir”… Todo en Él es abatimiento, todo desolación, todo hastío, todo decaimiento. Jesús, el dueño del Universo, el Hijo de Dios, yace en el suelo, su frente pegada a la tierra, su carne estremecida, sudorosa, sangrante. Yace en actitud de expiación dolorosa, de oblación total de sí expiatoria de nuestro pecado. Yace en actitud de holocausto, de entrega a la voluntad del Padre —al que hemos ofendido pecando— en gemido trágico. 

Querido hermano, ¿qué será el pecado? Una crueldad diabólica acompaña a la humanidad desde su cuna hasta nuestros días. 

Desde el fratricidio de Caín hasta las últimas deportaciones en masa y últimos campos modernos de concentración, los años de la humanidad están llenos de salvajismo. Nuestra historia lleva el sello de lo trágico. Oleadas de barbarie, guerras de desolación, cadenas sangrientas de revoluciones y persecuciones, intrigas inimaginables, choques constantes, rebeliones exterminadoras con montones de cadáveres, pueblos devastados por luchas fratricidas, crímenes detestables en múltiple variedad, opresiones, esclavitudes, violaciones de derechos humanos, interminables odios irreconciliables, sucesión continua de hipocresías y traiciones, placeres voluptuosos increíbles, embrutecimiento febril de carnalidades vergonzosas, deformaciones humillantes del amor, tragedias de hogares deshechos, aberraciones y extravíos de la inteligencia, herejías, cultos idolátricos degradantes, crímenes de todas clases, un desbordamiento incontenible, imparable de todo género de vicios… ¿Qué es esto? El misterio de la iniquidad operante. Su símbolo: Satanás. 

Esta masa cayó sobre ese bendito Cristo. Lo vio en toda su plenitud, en su magnitud y negrura y la penetró en toda su profundidad. Toda la maldad la hizo suya con todas sus consecuencias penales como si Él fuera el reo. Salió fiador de todos esos atropellos y se hizo el responsable para que se cumpliera la Escritura: “Aquél que no conoció pecado se hizo pecado por nosotros”

Sé santo, merece la pena que sacrifiques todo. Dios anhela encontrar almas como la Virgen, como San José que le consuelen». (P. Molina)

¿Quién es San José?

«¿Quién es San José? El esposo de María: “José no temas recibir, retener a María tu esposa porque lo que ella haconcebido es del Espíritu Santo…”. José es el vicario de Dios Padre para con Jesús: “Mira tu Padre y yo te buscábamos angustiados”.

Este José de tan excelsa dignidad, ¿quién es? Es humilde, es dócil, es pronto en obedecer y ejecutar. No discute, no duda, no aduce derechos, no manifiesta aspiraciones: simplemente como un esclavo: es la mano de su dueño, la mano visible de Dios para María y Jesús. Esta es su grandeza, la humildad que le hace dócil con la docilidad de un instrumento mudo. José se somete totalmente a las indicaciones de Dios. José sabe que su destino es drama. Lo acepta. No se sustrae. Se le da la orden de huir, huir muy lejos de noche, sin haber podido preparar nada con un niño recién nacido a través de desiertos, al extranjero, para vivir desterrado sin saber cómo, ni de qué. José siempre listo, siempre pronto: obedece. Desconoce el contestarismo. Es característica de José su adhesión incondicional a la voluntad de Dios, adhesión espontánea gratuita, no exige recompensa, generosa, total.

José es ejemplo excepcional: en él los grandes designios de Dios se realizan a través de las condiciones más vulgares y ordinarias de la vida humana. En José debemos aprender esta lección: todos tenemos una gran vocación, aun los inmersos en el vivir más vulgar y rutinario. El vivir de José era el vulgar y rutinario de un artesano. 

La santidad es sencilla. Su clave, el pronunciar: “Hágase tu voluntad”. Y esto se puede hacer cualquiera que sea la circunstancia en que me encuentre. Este “Hágase” es el denominador común en toda santidad. Este “Hágase” es el que hizo a Isaías el gran profeta; éste, el que hizo a María la Madre de Dios. Los designios maravillosos de Dios sobre ti dependen de este “Hágase” tuyo. El secreto de la santidad el “Hágase tu voluntad”.

Debemos, ante todo, deducir que los grandes designios de Dios, las providentes empresas que el Señor propone a los destinos humanos pueden coexistir, sobreponerse a las condiciones más comunes de la vida. Nadie está excluido de cumplir, y con toda perfección, su divino beneplácito. Por lo mismo, todos debemos de estar tan atentos a la voz del cielo que hemos de preguntarnos: ¿Cuál es la voluntad de Dios acerca de mi vida? ¿Cómo debo yo dirigir mis días, mis fuerzas, mis talentos para estar en la línea de las disposiciones de Dios? 

Debemos saber que el hacer coincidir nuestra modesta, aunque a la vez sublime, voluntad y libertad con el querer de Dios, es el gran secreto de la vida ilustre y grande. 

Es el injertarse a sí mismo en los pensamientos del Señor y entrar en los planes de su sabiduría y misericordia. Este punto de conformar nuestra voluntad con la de Dios debe ser inexorablemente estudiado, especialmente en los años, días y momentos en que se escoge un camino, un estado, una meta. Se debe entonces uno convencer de que una voz del cielo interior y exterior, mediante alguna circunstancia o la palabra de algún maestro, nos vienen a hacer conocer la interpretación justa y elevada que cada uno está obligado a dar a su propia existencia. Ninguna vida es banal, mezquina, menospreciable u olvidada. Por el mismo hecho de que respiramos y nos movemos en el mundo, estamos predestinados a alguna cosa grande: Al reino de Dios, a sus invitaciones, a su conversación, a la convivencia y sublimación con Él. Hasta llegar a ser “consortes divinas naturae”. 

¿Cómo ha de conducirse uno para alcanzar tan maravillosa meta? Es lo que nos enseña San José con su oído atento y fiel a escuchar la voz del omnipotente». (P. Molina)

Inmaculatizar el momento presente

«¿Cuál es el puesto de Santa María en tu vida? El puesto de Santa María es el prototipo de todo el plan de salvación trazado por Dios. Según es Santa María, debes configurarte tú. Y Santa María es Inmaculada.

Inmaculada, es decir, la sin pecado, la alérgica a toda desviación de la voluntad divina, la llena de gracia. Ella es la permanentemente llena de los dones de Dios, de la manera de ser de Dios.

¿Y cómo vivir ese modelo que es Santa María? Una consigna: “Inmaculatizar el momento presente”.

Inmaculatizar el momento presente es llenarlo de Santa María, es decir, de la Voluntad de Dios. Es romper los límites de nuestra estrechez para vivir sumergidos en el océano de gracia de Santa María. Perdernos en el abismo del interior de María y transformarnos en sus copias vivientes.

¿Y qué debemos hacer? Colaborar con Dios, abrirnos a Él mediante la fe. Decirle a Dios que sí. Y esta respuesta son dos cosas. Una: “He aquí la esclava del Señor”, es decir, la sometida a Dios con sumisión dócil, total. Otra: “Hágase en mí según tu Palabra”, es decir, disponibilidad incondicional, ilimitada, irreversible.

Inmaculatizar el momento presente es envolver nuestra vida en un profundo silencio; que solo se oiga el trabajar de Dios. La Inmaculada vive profundamente a Dios; guarda silencio. Su silencio es un acumular para derramar. Es repliegue para un despliegue. Es el silencio del disponible, del receptor, del profundo, del pleno, del fecundo, del dueño de sí, del maduro, del fiel, del humilde. Cuando San Pablo nos habla de Santa María, dice así: «Jesús, el nacido de mujer» (Gal 4, 4). Ella es esa mujer, pero no se la nombra. Destino de María: quedar siempre atrás, escenario oculto, anónimo, donde se exhibe solo Dios. Así también nosotros.

Inmaculatizar el momento presente es ser meras flechas indicadoras de Dios. La Señora no dice relación a sí. Toda Ella dice relación a Dios. Es el eco de Dios, que no dice ni repite sino a Dios. Así nuestras vidas.

Inmaculatizar el momento presente es prestar ayuda adecuada. Santa María aparece junto a Jesús en el olvido del que pone todo lo suyo al servicio del otro. No somos seres aislados, sino un ser con otro y para otro, miembros de una unión. La unión exige que depongamos particularismos y limemos todo aquello que puede herir o impedir la canalización de la vida a través de la unión. 

¡Bendito y alabado sea Dios por haberla creado! ¡Bendito sea por haberla preservado del pecado original! ¡Bendito sea por haberla hecho Madre suya sin menoscabo de su virginidad! ¡Bendito porque le ha dado ocasión de merecer! ¡Gracias por asociarla a su plan salvífico! ¡Gracias porque es nuestra Mediadora y Abogada! Sí, Dios mío, te alabo por Santa María, porque así te plugo». (P. Molina)

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