A un mundo que parecía hundirse en la más completa ruina espiritual, debido a la piqueta demoledora del lujo, las pasiones desenfrenadas y la más descarada indiferencia religiosa, Dios envió un santo sacerdote que sería referencia y modelo para otros muchos de nuestro siglo. Un hombre completamente de Dios, un apóstol que solo tuvo una pasión: Dios, y por ello, la humanidad entera.
Podríamos definir al P. Molina como misionero incansable y humilde, de intensa y extensa labor pastoral. Su secreto: una profunda unión con Dios y un radical desprendimiento de todo, incluso de sí mismo, por salvar a las almas.
Había hecho voto de no perder nunca un solo instante de tiempo y juzgaba perdido todo lo que no hiciera referencia a la vida eterna. De ahí la fuerza que sacaba para llevar adelante una labor tan agotadora.
Se dedicaba principalmente a la predicación por medio de los Ejercicios Espirituales. Hablaba con sencillez de las verdades eternas, las ocasiones de pecado, los medios para perseverar mediante la reforma de vida... Su doctrina era una unión admirable del teólogo y moralista con la experiencia del confesor y misionero.
Obtenía gran fruto tanto por su sabiduría —sabía exponer con garra el Evangelio— como por su santidad de vida. Su palabra convencía y su ejemplo arrastraba. Insistía en la necesidad de la oración y en la devoción al Corazón de Jesús y a la Santísima Virgen María como medios universales para obtener todas las gracias, en especial la de salir del pecado y perseverar. Sabía, además, adaptarse perfectamente a sus oyentes. Tenía una maravillosa capacidad de acomodarse a toda clase de auditorios.
Además de los Ejercicios Espirituales, emprendía con toda la fuerza del Espíritu Santo la tarea de dar misiones populares, que preparaba con intensa oración y fuertes mortificaciones. La gente acudía en masa a sus predicaciones; se convertía y cambia de vida.
El P. Molina palpaba la miseria moral y la ignorancia de las verdades elementales en que está sumida la humanidad y la consecuencia que esto trae: la pérdida de devoción, las irreverencias a la Eucaristía, el olvido del sacramento de la confesión, la fe arrinconada a un ámbito privado, la pérdida en muchos sentidos de la amistad con Dios, de la idea del pecado, de la vida eterna y del valor cristiano del dolor.
Esto lo sentía profundamente al tiempo que le estimulaba a darse totalmente por la causa de Dios. Se daba cuenta que la misión de evangelizar es hoy día tan necesaria como en las edades pasadas o incluso más. Por eso proseguía infatigable su apostolado.
La clave de su eficacia apostólica era su profunda vida interior. Eso lo irradiaba. El P. Molina supo armonizar la vida activa más agitada con la contemplación mística más intensa en medio de un siglo de vitalidad, de disipación y de avances tecnológicos. La Eucaristía era su centro.
Cultivó con esmero la dirección espiritual. Se daba a todos siendo modelo de olvido de sí y de amor a los demás. A pesar de sus austeridades para consigo, era muy comprensivo con los que iba formando, aunque sin dejar por ello de exigirles, poco a poco, pues su objetivo era llevarlos a la más alta santidad. No dejaba de pedir por ellos, sobre todo por los más débiles y tentados, comprendía sus flaquezas y los orientaba con delicadeza y firmeza. Los que tuvieron la fortuna de confesarse o dirigirse siquiera una vez con él, admiraron ciertamente la unción y eficacia de sus consejos.
Objeto de su celo fueron también los sacerdotes. Con el deseo de formar verdaderos pastores de almas, a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, abrió un Centro de Estudios. Sacerdotes que, unidos a Cristo Jesús, fuesen mediadores entre Dios y los hombres mediante el sacrificio de su propia vida.
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